martes, 13 de febrero de 2018

Café con Ramón Acín

Ramón Acín Fanlo nació en 1952 en Piedrafita de Jaca, un pueblecito tradicional del Pirineo, rodeado de montañas, paz y literatura. La vida lo ha llevado por el camino de la enseñanza –es Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza y fue profesor de Lengua y Literatura Españolas en el IES Grande Covián de Zaragoza– y por el de la escritura: su extensa bibliografía comprende multitud de géneros, ha editado y prologado a autores como Miguel MihuraIgnacio Martínez de Pisón o Robert Louis Stevenson y ha desarrollado un grandísimo trabajo de difusión de la literatura en Aragón.
Ya con varios proyectos en marcha para este 2018, Ramón ha sacado un rato para charlar de actualidad, juventud y escritura, los comienzos como autor y la enseñanza. Ha sido un auténtico placer conversar y aprender de una persona con tanto rodaje, conocimiento, generosidad y ganas de enseñar.



Ramón Acín es académico de número de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis.
Hace casi treinta años de tu primera publicación, Manual de héroes (1989). ¿Cómo y cuándo comenzó tu relación con la literatura?
Mi relación con la literatura empieza en la infancia, algo que, creo, en absoluto es original. Como casi todo el mundo que escribe, supongo. Siempre, como explicación, vuelvo a la misma anécdota de niño, porque en ella está el auténtico quicio de mi pasión por la literatura. Para entenderla hay que situarse en la época de los años 60 del siglo pasado y en el territorio donde sucede: un niño de un pueblo pirenaico, aislado y entre montañas, viaja a la ciudad (Jaca) y queda imantado ante el escaparate de una librería.

Por fortuna tiene un padre que cree en la educación a través de los libros y que observa aquello que dentro del escaparate atrae al niño: un libro. La compra de aquel libro (Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne) y su inmediata lectura suponen el descubrimiento de un mundo antes no imaginado ni pensado y, también, el derrumbe de las simples fronteras del entorno rural al que se circunscribía mi conocimiento. Además coincide también con el paso de una niñez, digamos, llena de candor e ingenua, a la naciente adolescencia donde uno comienza a despertar, a preguntar y a situarse en la vida. Aquel libro supuso dejar atrás el paraguas de la inocencia y el territorio cálido de lo conocido para entrar en la incertidumbre y en espacios desconocidos.
Desde la infancia me veo leyendo, libro tras libro, y entrando con ansiedad en nuevos mundos hasta que, por fin, ya maduro comienzo a crear los míos con el pensamiento puesto en una posible publicación. Una realidad que acaba siendo tardía pues ya había cumplido sobradamente los treinta años cuando aparece mi primer libro. Aunque quizás fue tardía porque antes me dediqué a la crítica literaria en revistas y periódicos y la lectura de las obras que comentaba o criticaba me impidió el salto a la creación. Sin duda porque creía que lo creado por mí jamás se igualaba a lo leído. Todo un handicap. Pero Manual de héroes, un libro de relatos con el tema común del antihéroe o del fracasado, consiguió lograr una voz y romper el hielo del miedo. Y, ya ves, desde entonces más de treinta libros entregados.

¿Qué te impulsa a escribir? ¿Y a leer?
Creo sinceramente que a escribir me impulsan el hecho y la necesidad de conocerme a mí mismo y conocer el entorno que me rodea. Eso es, en verdad, lo que hay detrás de cuanto he creado y escrito: saber del mundo y del tiempo en el que uno vive, en definitiva. Siempre he concebido la escritura como una exigencia de conocimiento y de explicación. Como un arma eficaz que ayuda ante la vida, porque fiel al tiempo en el que el arte nace, ayuda a explorar, a observar y a explicar cuanto nos rodea. Sin obviar, por supuesto, la pasión y la diversión de la escritura, pues si al escribir yo sufriese, como apuntan algunos cuando hablan del terror ante la hoja en blanco, hace tiempo que habría abandonado la literatura. Escribir es aprender y divertirse y el día en que uno de estos dos pilares, tan clásicos y vitales para mí, desaparezca, yo dejaré de escribir.
En cuanto a la lectura, te digo otro tanto. La literatura es fuente de sabiduría porque resume formas de estar en el mundo y en la vida. Formas que otros seres humanos pensaron, tras imaginar, observar y reflexionar, para lanzarlas como guía de actuación y como filón de diversión. Leer es placer y al tiempo enseñanza como ya apunta la máxima de los clásicos con su docere et delectare.

—Te conocemos en multitud de géneros: desde el ensayo a la novela pasando por libros de viajes, relato, antologías, literatura infantil, libros de corte etnográfico sobre Aragón… ¿A cuál de todos ellos le tienes más cariño?
Es verdad. He transitado el ensayo, la narrativa, el viaje, la literatura infantil, la antología, la etnografía e, incluso, textos muy especiales para el mundo de la enseñanza y en todos, lo confieso, me he sentido gratamente bien, aunque las medidas de lo grato sean muy distintas.
El ensayo, pese a ser el género menos agradecido de todos ellos, es uno de los que más estimo. Digo menos agradecido porque el trabajo que lleva detrás un ensayo es inmenso y, por lo general, al final poco gratificante. Un ensayo necesita muchas lecturas, mucha documentación, reflexión pausada y tino en la expresión para lo poco que, después, compensa (los ensayos se fusilan hoy por el personal que da gusto, ni siquiera, a veces, se citan o son motivo de un pie de página). Sin embargo, mi primer ensayo, Narrativa o consumo literario, supongo que por lo novedoso en aquellos años de la última década del XX, me dio muchas alegrías, porque fui invitado a dar conferencias en España y en el extranjero, especialmente en universidades y foros semejantes. Sí, me abrió muchas puertas y me puso en contacto con gente muy interesante.
La novela y el relato, los más agradecidos, también me han dado alegrías y me han permitido viajar y conocer a gentes, especialmente lectores, de las que también he aprendido. Además, la novela y el relato han posibilitado dar rienda suelta a varios de mis temas clave y que siempre me han perseguido. En especial, el paisaje y su mutación (amén de las causas de esa mutación o cambio) y la guerra civil española. Son temas que, al menos para mí, necesitaban una comprensión a fondo. Y que, además, suelen ir unidos si uno explora el territorio donde nació, como es mi caso. La despoblación del mundo rural, los cambios sufridos por ese paisaje y las causas dan para mucho. En mis novelas y relatos he intentado explicar todo ello. Creo que es lo propio de la gente transterrada, de quienes emigraron de sus lugares de nacimiento (Llamazares, Mateo Díez, Giménez Corbatón, Alfons Cervera, Jesús Moncada…) para convertirse en urbanos y encontrar su espacio complementado con el que habían perdido. Sin nostalgia, por supuesto.
En cuanto al tema de la guerra civil, tan habitual en mi narrativa (como el paisaje) debo confesar que también gira en una parecida órbita de explicación. Nací en espacios donde estuvo el frente de la guerra, una guerra que dividió a los españoles y, en especial, a los convecinos y a las familias. Y eso, presentido en la inocencia de la niñez, deja huella y necesidad de explicación. Siempre quedará París, El tamaño del mundo o Hermanos de sangre responden sobre todo a esa necesidad de saber, de comprender y de explicar la violencia, el odio, la ruptura social y familiar… Por supuesto que mi narrativa explora otros territorios y temas (especialmente los que consideramos como universales: muerte, dolor, familia, poder, etc.), pero los antes apuntados son los que más me atraen o más me condicionan.
Sobre mis textos de literatura juvenil he de confesar que nacen por azar, no por imposición del mercado o encargos editoriales. Del azar de escribir unas novelitas para el disfrute de mis hijos en los veranos. De ahí, de esa función tan personal, por circunstancias saltaron a la imprenta y a los lectores.
En cuanto a los libros de viajes, es fácil saber su origen. Siempre he viajado, porque considero que el viaje (en la literatura y en la vida) es una buena manera de formarse, de conocer y de comprender el mundo. Viajar te permite conocer al otro y no mirarte tu bonito ombligo como objetivo único. Viajar es estar en los demás y con los demás, abrir tus ojos, observar e ir más allá de los límites de tu persona y del espacio propio. Es, especialmente, observar la diferencia y, por tanto, ampliar las perspectivas.
Sobre los textos etnográficos, su raíz es también sencilla. Abandoné en la infancia unos territorios y unas formas de vida que, al recordarlas, chocaron con las nuevas situaciones y, en especial, con la necesidad de perdurar su recuerdo ante el ímpetu del olvido y la desaparición. Otro intento más de compresión sobre la vida y su mudanza.

¿Te sientes cómodo en todos esos géneros o alguno te obliga a salir de tu zona de confort?
En general, todos me son cómodos. Cuando no me siento cómodo con algo lo abandono. O sería mejor decir que reconozco mi impericia en el género concreto que abandono o no practico. Por eso no escribo poesía, porque acabo siendo una especie de «juntapalabras». Carezco de emoción. Tampoco escribo teatro, porque no domino bien el diálogo. Uno debe ser consciente de sus defectos y de sus posibilidades.

Confiesa, ¿echas de menos la enseñanza o te alegras de poder dedicar más tiempo a la escritura?
Me agrada que hables de enseñanza y no de educación, dos cosas que parecen lo mismo, pero que son tan diferentes. No sé si el mezclar ambos conceptos está maquinado por alguien con intenciones perversas, pero, cuando menos, existe una gran diferencia debida a los intervinientes en cada una de ellas. La enseñanza habla de materias y sociedad centrada en la escuela, el instituto y la universidad. La educación tiene más intervinientes, especialmente la familia, que tanto está dejando de lado su función. Pero dejemos estas suspicacias. Sí, la enseñanza se echa de menos para quienes somos conscientes de su función. Enseñar es algo especial, va más allá de la transmisión de conocimientos propios de una materia, es modelar la mente y la persona en unos momentos de aclimatación social. Debe tener algo de pasional y, en gran medida, estar apartada de lo meramente económico. Quiero decir que es algo más que un trabajo porque estás, tratas y convives con personas que están creciendo socialmente y construyendo su futuro vital (y económico, claro). La enseñanza es material sensible y hay que vivirla a fondo, teniendo un temple, un vigor y unos anhelos humanos que no exigen otras profesiones.
En cuanto a la enseñanza y mi otra profesión, la narrativa, debo decirte que jamás han chocado. Es más, como profesor de literatura creo que la enseñanza me ha servido para retroalimentarme. Y, ahora que no me dedico ya a enseñar al estar jubilado, confieso que el tiempo dedicado a la literatura es el mismo. Antes lo sacaba de la noche, los festivos y las vacaciones. Ahora solo utilizo el tiempo necesario. No se puede estar (mejor, no se debe) escribiendo todo el día. Con un par de horas a fondo es suficiente. Más allá de ese tiempo, creo, se rinde poco. Mejor dedicarlo a leer, a documentarse, a vivir y, por supuesto, a disfrutar.

Parece que, con el boom de la literatura que ahora llaman young adult, los adolescentes leen más. Pero, ¿leen mejor?
Siempre estamos con la misma cantinela. Que se lee poco y que se lee mal. Creo que se lee mucho más que antes. En parte, porque la sociedad y los medios han ampliado las bases para que así sea. Lo de leer mejor, depende. Ahora el ruido de la sobreinformación y de la producción editorial, tan dimensionada y dirigida, puede no favorecer la lectura de verdad. Me refiero a la lectura de una literatura con poso, que ayude a comprender la vida, que haga de guía frente al placentero divertimento y pasar unas horas de la tarde, pongamos por caso.
No obstante, la clave es que quienes deseen leer no tenga traba alguna, ni económica ni ideológica, ni moral, ni de ninguna clase. Leer ayuda, abre posibilidades, es una puerta de entendimiento, pero tampoco es el maná solucionador de todo. Creo que los jóvenes deben buscar en su interior lo que les atrae y atraparlo para dedicarse con todas sus fuerzas a ello. A mí me da igual que sea la música, el cine, los libros, las motos o lo que sea. Deben buscar la felicidad y trabajar a fondo en ello. Trabajar en lo que te gusta es placer, trabajar con desagrado, un horror. Lo bueno de la lectura es que, como mínimo, es una puerta de felicidad y eso es lo que los jóvenes deben saber. Leer (y escribir) es reconocerse y comprender.

—En tu época docente ¿cómo motivabas a tus alumnos a la lectura?
Creo que lo mejor que hice fue cambiar los muertos por los vivos, sin olvidarme del pasado. Olvidar la literatura como asignatura y motivo de examen (nunca se acabó consiguiendo, los estudiantes tienen que rendir ante unas pruebas en el sistema escolar) para convertirla en algo de carne y hueso, cercano, llevando el libro y el autor al aula para dialogar con él, con su persona, sus otras profesiones, etc. fue una de mis máximas. Y luego ofrecer lecturas que cuadrasen con el conjunto de intereses de una clase. Para eso, era necesario observar a fondo a los alumnos, ver qué les interesaba, sus gustos y demás para encontrar libros que cuadrasen con ellos. Y, también, encontrar escritores que, además de escribir, tuvieran otras profesiones que pudieran interesar. En suma, estudiar los posibles «ganchos lectores» para el conjunto de la clase sabiendo, de antemano, que algunos de los alumnos nunca entrarían en el juego, pero sí una mayoría.
Otro aspecto clave: la literatura no debe ser algo mostrenco como asignatura, debe ser una puerta por donde se cuele el gusto, el disfrute junto a la comprensión de un mundo, una época, unos problemas sociales o humanos que, en definitiva, pueden servir a quienes acceden a su lectura.

Borrador de uno de los muchos proyectos que prepara Ramón para este año.
¿Qué ha cambiado, personal y profesionalmente, entre el Ramón Acín que escribió Narrativa o consumo literario (1990) y el que hace nada publicó El tamaño del mundo (2017)?
Los años, ¿te parece poco? Lo demás sigue igual. Sigue la ilusión, el interés, la necesidad (escribir es como una enfermedad grata, he dicho en alguna vez), la pasión… Todo parecido, sin apenas cambio. Aunque, sí, quizás haya una variación: ahora ya no está tan presente la exigencia de buscar la originalidad, la sorpresa y demás tonterías de un joven escritor. La calma se ha impuesto, porque la literatura actúa como vehículo de conocimiento, de comprensión y como elemento gratificador.

Desde que empezaste vas prácticamente a publicación por año, ¿tienes algún nuevo proyecto para este 2018?
Está ya próximo un libro de relatos que, si no pasa nada, aparecerá para abril/mayo de 2018. Y en proceso de escritura una novela sobre la amistad, un libro juvenil con atmósfera africana y, en fase de documentación, una novela que tiene mucho de historia aragonesa desde el punto de vista colectivo. Salvo que me aburra y desapasione, seguiré en la brecha.

Un truco para enfrentarse a la temida hoja en blanco.
No hay trucos. Necesito siempre que haya temas rondando por la cabeza para empezar a escribir. No soy de los que fuerzan la máquina. Las ideas, temas y tramas, antes de pasar al papel, tienen que darme la matraca en la mente, incomodarme. Sin temas o ideas que me acucien no hay texto. Otra cosa es planificación y demás.

Un lugar que te inspire.
El paisaje pirenaico es bastante clave a la hora de escribir, pero no me importan mucho los espacios. La inspiración te tiene que coger trabajando. Por eso, escribo todos los días, salvo que otras cosas (las conferencias, por ejemplo) me obliguen a romper las dos horas diarias de escritura, con su relectura, reescritura y corrección, por supuesto.
Sí son necesarios el silencio y la concentración a la hora de escribir, pero no a la hora de masticar los temas, de realizar lecturas de documentación, de observar comportamientos o escuchar conversaciones ajenas, fuentes normales en cualquier escritor. Siempre digo que un escritor es un voyeur y un cotilla que fisga en todo lo que le rodea, escuchando, viendo…, o leyendo.

Un personaje literario en el que te veas reflejado.
Nunca he pensado en ello. Si uno es lo que es, para qué soñar con imposibles.

La novela que te gustaría haber escrito.
Muchas. Especialmente, por las que siento envidia. Por temática, por pericia, por escritura…
Envidio desde clásicas como El lazarillo o El Quijote, por ejemplo, por citar cumbres de nuestra literatura, hasta las rabiosamente actuales. Me interesan mucho algunos escritores centroeuropeos e italianos que han dado obras muy específicas sobre tierras, circunstancias y épocas que me apasionan. También me gustaría haber escrito las obras de los amigos que me han impactado. En suma, obras de las que aprendo de la vida y del ser humano.

Algo sobre lo que no escribirías nunca.
En la vida todo puede ser motivo de reflexión y con todo puede levantarse el edificio de una historia. Es difícil rechazar los actos que un ser humano puede llevar a cabo. No obstante sí que puedo afirmar que no escribiré nunca poesía (ya vale con tres o cuatro poemas que publiqué de adolescente y que quisiera olvidar) y teatro. Por impericia, como ya he dicho. Tampoco escribiría por encargo, salvo que el tema me interesase mucho y la editorial diera libertad total.

Tu libro de cabecera.
Gracián es uno de mis autores de cabecera, pero, como me dijo mi amigo Antonio Muñoz Molina, somos (soy) hijo de todo cuanto he leído, bueno y malo. Todo enseña.  No hay lectura que no sirva, mala o buena, porque todas desbrozan el camino. Pero sí, hay libros clave que siempre están ahí y pertenecen a todos los géneros literarios, incluidas la autobiografías y biografías, amén de la historia, la filosofía y obras científicas o de viajeros. Quiero decir, que siempre hay un libro cerca de la mano que me interesa y que me enseña. Leer es vivir más allá de lo físico de tu vida.

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