LA VIDA Y SUS VICISITUDES (*)
POR Ramón Acín
Con cada novela o relato
de Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) el lector literario, además
de encontrar asideros conocidos que impiden su aturdimiento o el
extravío, siempre se topa con novedades cargadas de atracción,
jamás exentas de interés. Es el caso de su última entrega
Vicisitudes, una
obra, tan gratificante como
densa, que comulga de la esencia de la novela, del relato corto e,
incluso en ocasiones, hasta del micro-relato. Sus ochenta y cinco
capítulos -o relatos- compositivos, lo demuestran. Pues, separados
unos de otros forman un mundo propio, cerrado y explicativo, pero en
conjunto, unidos todos ellos, dan entidad de novela. Es portentoso el
uso de la fragmentación en ambas direcciones: Vicisitudes
no pierde fuerza en la
individualidad que se retrata en cada capítulo y, a la vez, consigue
consistencia a la hora de retratar el conjunto. Un conjunto que,
aparentemente, parece hablarnos de un mundo ambiguo, tocado por lo
fantasmal, pero que, sin embargo, acaba siendo no sólo verosimil,
sino real y, sobre todo, lleno de nitidez.
Para
comenzar, Vicisitudes es
una obra que se asienta, como mínimo, en puntales espaciales muy
reconocibles para el lector que, como ya es habitual en el escritor
leonés, propician siempre un ahondamiento en el ser humano. Y así,
aunque cada capítulo -o relato, como ya se ha dicho-, narre una
historia en principio individual -da igual masculina que femenina-,
su continua tedencia a la acumulación ofrece una resultante clara
al edificar la visión de una colectividad plural que, por añadidura,
habita espacios y atmósferas coenxionadas y hasta comunes. La clave
de este logro: la itineración, al compás de cada historia, por
espacios ya revelados en anteriores entregas por Luis Mateo Díez y
transitados por sus lectores. Es el caso de Armenta, Celeste, Balboa,
Ordial, Borela, Solba, Castro, Balbar y demás emplazamientos
neurálgicos de su bien trabada Celama literaria y, en concreto,
siempre epicentros sobre los que Luis Mateo Díez ha buscado
desentrañar la condición y el comportamiento morales del ser
humano.
Vicisitudes -parco
y acertado título, al igual que todos cuantos, con su escueta
sencillez, dan pie a los capítulos o relatos- habla específicamente
de la condicón humana, enumerando situaciones de vida a través de
atmósferas neblinosas que sacan a la luz la endeblez de las
personas. Son siempre situaciones en las que unos seres
normales, comunes o cotidianos se ven abocados a proseguir y
persistir en su existencia, intuyendo la desgracia o la anomalía que
se les viene encima. Su condición de indecisos, en permanente
desasosiego o, incluso, atacados por la duda momentánea al albur de
las circunstancias, ayudan a ello. Y, por tanto, ambos, situaciones y
personajes, poseen la cabal finalidad de encaminar al lector, de
manera directa, hacia la reflexión. Una reflexión o un reparar
permanente en aspectos varios como la enemistad, la ambición, la
mentira, la lujuría, la cobardía, etc. que, a la postre, son los
pilares que acaban configurando el carácter y conducta de los
humanos y sus variadas maneras de manifestarse.
Espacios domésticos como
bares, iglesias, estaciones, parques, fondas... junto a estados de
soltería, de viudedaz, de orfandad, de vejez, de ruptura, de
aislamiento, de enamoramiento... encarnados por jubilados, curas,
funcionarios, viajantes, jóvenes, novios, matrimonios, entre otras
muchos protagonistas más, dan idea clara de todo cuanto el lector
puede encontrar en estos fragmentos historiados que, como las piezas
de enorme puzzle, construyen la dimensión certera de la vida que se
encierra Vicisitudes. Un
vida, por supuesto
plural y en continuo acaecer que habita en la íntimidad y en las
aglomeraciones, en las relaciones familiares, en las conexiones de
amistad, en los lazos amorosos, en la riñas y en los reencuentros,
en la inseguridad de la infancia... o donde menos se espera el
lector. Una vida en la que, lógicamente, abundan las dudas, las
esperanzas, los miedos, los sinsabores, las derrotas, los fracasos,
las quimeras, la fuerza de lo efímero, la angustia..., siempre en un
mestizaje que atrapa y mueve. Es decir, la lectura de Vicisitudes
invita a mirar la vida de
frente, a reparar en el detalle, a sentir el roce áspero de su
oscuridad, a entrever un futuro repleto de extravíos, a indagar en
lo desconocido..., porque, cada fragmento o capítulo, ubicado en un
momento concreto del destino y la existencia de los variados
personajes que transitan por la obra, acaba siendo como un picotazo
que tensa la atención y empuja al delirio de permanecer y proseguir
en la lectura. No importa que el espacio sea imaginario para el
lector, porque la vida se reconoce y toma fuerza. Con toda su
intesidad. Por lo que, tras la extrañeza inicial, la captación o la
sensación de ir más allá de lo narrado acaban presidiendo toda el
libro que ofrece una
lectura amena al tiempo que exigente, como debería ser siempre lo
habitual en la buena literatura.
La
sugestión da la mano de la cavilación, la emoción al compás del
sentimiento, la ensoñación pegada a la realidad... todo es posible
en Vicisitudes que
tampoco se olvida de aspectos claves como el humor o la ironía para
acabar dibujando la forma de estar en el mundo de los seres humanos.
Una forma de estar que indaga a fondo en los espacios insondables del
alma mediante una prosa rica y sugerente, en la que la comparación y
la metáfora poseen un empleo singular, capaz de extraer de las
palabras matices no intuidos o abismales. Precisamente, por esa
capacidad de Luis Mateo Díez a la hora de utilizar las palabras y de
encontrar sus matices ocultos, Vicisitudes
toma cuerpo de realidad veraz pese a trabajar escenas y sucesos donde
la extravagancia, la ensoñación y la anécdota reinan. Por eso, es
el maestro de la ambigüedad y de la sugerencia que, sin embargo,
consigue delinear la realidad.
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(*) Revista TURIA, nº 124. Otoño, 1917.
(*) Revista TURIA, nº 124. Otoño, 1917.
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