MEMORIA OCULTA
Ramón Acín
“Bombardean”, dijo de
pronto y, acto seguido, con ligereza pese a su edad, se coló bajo la
mesa y se dobló como un cuatro ocultando la cabeza entre las
piernas. Luego se supo que ése era un impulso aprendido de niño,
cuando los Savoias italianos atemorizaban a la ciudad, primero con
sus rugidos y, después, con sus zambombazos.
Tal vez ese día de
verano la sirena y su aullido sonasen con más fuerza frente a una
costumbre de décadas. Pero nadie, salvo Él, reparó en el desajuste
del desgarro que, siempre sobre las doce, servía para romper el
silencio de la ciudad. Una aullido que carecía de función y que,
desde la lejanía de 1937, seguía proyectándose desde la catedral
con su misterio al no entender nadie la causa de su reiteración. Por
si fuera poco, quienes podrían desentrañar el enigma del
estrambótico aullido, hacía tiempo que criaban malvas.
Él siempre confesó
haber vivido la guerra con la ansiedad y la fantasía de un niño. E
hizo gala de que nada de aquella tragedia le había marcado. Más
todavía: cuando evocaba sucesos, hermanaba épica y fantasía sin
referir tragedias. Pero a partir del anómalo berrido de la sirena
que, como un perro, acabó por mandarle bajo la mesa, todo fue
diferente. El desequilibrio se alzó ante la familia y corrió por la
ciudad. Su espantada, tan repentina como anormal, fue el anuncio de
la debacle. La vejez incubaba la demencia senil. Y, a partir de
entonces, el pasado comenzó a hacerse presente, rompiendo con la
serenidad y el sosiego que le caracterizaron. Y, también fue el
origen de una infamia, sin fantasía ni épicas, que fue en boca de
todos, cubriendo de niebla sospechosa la ciudad entera.
Hasta entonces, nadie
estuvo al tanto de lo sucedido dentro la casa en los años trágicos
de la contienda. Fue Él, con su retorno al pasado, quien trajo la
noticia y proyectó luz a tanta ocultación.
La verdad, a veces, tiene
basamentos curiosos y aparece donde y cuando menos se le espera.
Él fue una celebridad y
un intocable durante años. No por ejercer a lo largo de su vida de
alcalde y diputado en Cortes, sino por su aplomo, buen criterio y
saber estar. Además de admirado, supo hacerse querer. El permanente
voto de sus vecinos son la prueba. En vida nadie rivalizó con Él.
No porque su sombra fuera alargada o porque su fama, desde joven,
traspasase fronteras. Pero, a sus setenta años, la guerra retornó a
su cabeza, rescatando el tiempo arrugado del pasado y permitiendo un
estallido que se expandió con fuerza.
La familia tiró de
tapujos varios. Le sometió a una vigilancia perpetua y le obligo a
padecer encierros curativos, cada vez más prolongados. Pero la
angustia alcanzó en Él tal calibre que, salvo sedado, siempre
consiguió burlar cerrojos y murallas, previo a un infausto
arrastrase por la ciudad dando noticia de desgracias hasta entonces
lacradas bajo siete llaves.
El día que, por ejemplo,
confesó sus asesinatos y, en concreto, haber disparado cuatro balas,
dibujando una cruz sobre el tórax de su tío y padrino, antes de
rematarlo con un tiro en la cabeza, los vecinos comprendieron que
decía la verdad. Su tío no había huido a Francia en tiempos de
guerra como siempre afirmó la familia. Al contrario, estaba
enterrado con ignominia en la bodega de la casa. Según Él así se
ejecutó la justicia debida. Ésa que su padre, un inconmovible
justiciero en aquellos tiempos de violencia, nunca tuvo arrestos para
llevarla a cabo. Y aunque la locura jamás justifica ninguna muerte,
Él confesó que se sentía satisfecho por lavar la afrenta materna.
Una afrenta donde la belleza, al parecer, tuvo que ver con la
deshonra. Y ésta con la muerte del tío a manos de un niño mordido
tan sólo por el miedo a los Savoias durante los bombardeos.
Vivir acunado con el
despropósito tiene sus consecuencias, porque los fantasmas resucitan
siempre cuando uno menos se lo espera. Esquilmar la vida nunca
resiste una clandestinidad perpetua. Las cicatrices siempre acaban
por revelar el daño sufrido.
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