NADA HACE NADA
Por Ramón Acín.
Sí, es verdad, siempre
berreé como un bestia. Y, sin duda, más allá del fingimiento. Pero
esta vez, no creo que en el “me obligaste a fumar toda
Jamaicaaaaaaaaaaaa” existiese algo más de lo que dice la frase. Se
la grité al recordar a mi abuela que, para acallar y amilanar al
abuelo, le espetaba el sonsonete de “me hiciste fumar Cuba entera y
así nos fue”. Lo confieso con la mano en el corazón: una forma
tonta que acabó con el galanteo de meses y que inició el
desaguisado. Ése que alguien, con lucidez, redujo al “tú para
villamala y él para villapeor”. Pero qué: Ni me siento culpable.
Los capullos nunca dejan de serlo. Con ellos, no hay tela que cortar,
acabado el apego, el odio es guía. Lo sé muy bien, porque, cuando
lo nuestro agonizaba y yo miraba su cara, en el rictus, no miento,
sólo evidenciaba un “vete a la mierda, imbécil” o “piérdete,
puta viciosa”. Para él, coquetear, querer, convivir… eran sólo
sexo. Nada de delicadeza: el escueto aquí pillo y aquí mato. O sea,
la indiferencia envuelta con mentiras y solaz instantáneo. Y yo,
como una cretina en celo, aguantando, creyéndome incluso prota
de una inolvidable película romántica. Pues, donde habitaban las
urgencias, creía ver sus miradas tórridas, donde, con apremio, sus
manos deshollaban mi piel, sentía mil aludes de caricias, donde su
furia por desovar, yo paladeaba ternura y amor. Así son las cosas en
las gansadas del querer. Y más, cuando éste no abriga raíces. Lo
confieso: aún me toca las narices aquel compartir lecho con un
ausente (o un fantasma) que, aunque estuvo encima de mí, percutiendo
en mis ingles como un martillo automático, siempre fue un absurdo.
No fue la frivolidad, sino la credulidad quien me llevó a esta
situación. No obstante, quiero acabar con tanta mandanga, aunque las
prisas me priven de la protesta debida. Defenderse es tontería
cuando la gilipollez lo anega todo, ¿no? Me duele mi fragilidad.
Perdida la fe, qué queda: ¿Respirar? Pero respirar no es vivir. Qué
pringada, terminar así. Echo la vista atrás y lloró. Aunque la
vida siga, llorar evita preguntas. Además, para qué desnudar un
santo y vestir otro. O sea, para qué caer en brazos de otro cabrón.
Mejor llorar, y, a continuación, adormecerme saboreando de nuevo
toda la jamaicaaaaaaaa posible, el mejor gps del callejón sin salida
que es mi vida. Entre tanta mierda, qué difícil olvidar haber amado
sin ser amada. Pero él fue mi primer amor. O siendo realista, mi
primer polvo. Cómo olvidarlo. Además lo que no mata engorda, Y
engordé. No, no en ese sentido, gracias a Dios. Engordé historia
tras historia, para más señas, todas colmadas de amor. Las engordé
mintiéndome, como hacen los escritores. De lo ruin, hice belleza,
del asco, cópula, de la cópula, amor (incluso, a cuatro patas, sí),
del amor, sueños, de los sueños, vida… En definitiva, levanté mi
hiroshima y construí mi holocausto. “Carne fresquita, carne mía”,
decía el muy cabrón que peinaba canas a ambos lados de la nuca y
las orejas. Pero no quiero hacerme pajas con ese pasado mío, lleno
de cochinadas. Cochinadas (que llamé amor) en los lóbulos de las
orejas, por la saliva de los labios, en las cuevas de las axilas,
sobre la fresa de los pezones y, ante todo, dentro de la brecha
oculta. No, no quiero hacerlas, no por la acerada cuchilla de la
traición, sino porque no soporto la putrefacción. La putrefacción
de los sueños imposibles y su capacidad para distraerse uno mismo.
Por eso, ahora lo único que persigo es llenarme la barriga y
calentar la cama. Es decir, munición para vivir sin Él.
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